De esta manera, ciertamente críptica, comenzaba un cuento interminable que mi padre nos contaba cuando éramos pequeños a mí y a mis hermanos, y que luego contó a sus nietos.
Hace unos días ha ido a reunirse, ya para siempre, con mi madre y, seguro, que allá donde esté, seguirá contando ese cuento a cualquier niño que se acerque a él.
No encontraréis muchas referencias en internet a la figura de mi padre, Óscar Zurriaga Furió, pues pertenece a una era predigital, pero sí que aparece reseñado en uno de lo que él consideraba un gran logro, la apertura en Murcia del Hospital "Virgen de la Arrixaca" en 1967 y la posterior construcción y puesta en marcha de la Ciudad Sanitaria "Virgen de la Arrixaca" en 1975 (podéis verlo aquí). A su manera, él también fue salubrista, aunque siempre destacó su faceta de médico.
A modo de homenaje a su figura, y también para paliar en parte ese vacio digital, os dejo, no sin cierto pudor, las palabras que pronuncié en su ceremonia de despedida:
"Siempre es difícil hablar en
estas circunstancias. Pero no es difícil hablar de tu padre. Y más de alguien
como mi padre que siempre ha estado muy presente en nuestras vidas.
Mi hermano Ernest ya ha expuesto,
con su brillante habilidad, esos recuerdos, emociones y vivencias.
En mi caso, yo quisiera centrarme
y resaltar su faceta de médico. Mi padre fue la segunda generación de médicos
de esta familia. La trayectoria la inició mi abuelo, la siguieron mi padre y mi
tío. Yo represento la tercera generación. Y la cuarta está sentada hoy aquí
delante.
Mi padre siempre se sintió
médico, muy médico. Sus comienzos no fueron nada fáciles porque el propio hecho
de iniciar y realizar su carrera no era fácil en plena postguerra y, al
finalizar sus estudios, el trabajo no abundaba. Se decantó por la dermatología,
pero pronto vio que le resultaría difícil asentarse y conseguir la ansiada
estabilidad, por lo que se incorporó al cuerpo de médicos inspectores del
Instituto Nacional de Previsión (luego conocido como “el extinto INP”). Y allí
comenzó una nueva carrera profesional que le llevaría, y nos llevaría a
nosotros también, por la geografía nacional: Alcoi, Gandía, Ciudad Real, Murcia
y, luego, la vuelta a Valencia. En todos esos sitios dejó muestras de su buen
hacer, de su carácter (que no era poco) y de su bonhomía.
Y puedo afirmar esto, no tanto
por vivencia propia, que también, como por los testimonios que he podido ir
recogiendo de la gente que lo conoció y trató profesionalmente, y que casi
siempre se dirigió a él como Don Óscar.
No era acomodaticio, no temió
nunca salir de su zona de confort, ni enfrentarse a nuevos retos.
Creo que sus dos etapas más
fecundas y en las que él más disfrutó fueron, primero en Murcia, con la
apertura del Hospital Virgen de la Arrixaca, el viejo, y, sobre todo, con la
apertura del nuevo hospital, al que trasladó el nombre del anterior, y también
trasladó a todos los enfermos en una operación ejecutada con precisión y en muy
poco tiempo, y de la que estaba especialmente orgulloso y a la que hay que
reconocerle el mérito, pues los medios de aquella época no son los de hoy en
día.
La otra etapa en la que disfrutó
profesionalmente fue en la Dirección del Hospital Clínico Universitario de
Valencia, al que siempre consideró “su” hospital. Los tiempos volvían a no ser
fáciles, pero ¿cuándo lo han sido? Y, nuevamente, sacó adelante, con su
esfuerzo y su tesón, muchas cosas en ese hospital, algunas de las cuales se
mantienen hoy en día, casi 40 años después de su paso por él.
No descuidó otras facetas, como
la académica, ejerciendo de profesor de varias generaciones de enfermeras,
algunas de las cuales están hoy aquí. E incluso sacó adelante su tesis doctoral
en plena etapa de madurez, cuando para él no era ya ningún requisito
obligatorio, convirtiéndose de esta manera en el primero con esta distinción en
la familia.
No quisiera acabar sin resaltar
algunas pequeñas anécdotas de su pensamiento y trayectoria que están, además,
ligadas a mí en lo personal.
La primera es aquella ocasión en
la que vino al colegio donde yo estudiaba, como lo hicieron otros padres de
alumnos, para orientar las vocaciones de nosotros, los estudiantes. Allí
pronunció una frase que se me quedó grabada: “si los médicos fuéramos
infalibles, yo no me hubiera vestido nunca de luto”. Y hoy estamos aquí
vestidos de luto, prueba de que los médicos seguimos sin ser infalibles.
Otra es cuando la tragedia del
camping de los Alfaques. Aquella tarde yo lo había acompañado a disfrutar otra
de sus grandes pasiones, el golf. Y en aquella época, donde no había móviles,
vino a buscarle, en una Mobylette, un encargado del campo de golf, para decirle
que lo estaban buscando del hospital y él se marchó de paquete de aquella moto.
Ese día yo entendí lo que significaba una urgencia.
Y también aquel “Farreras” (ese
libro de referencia de medicina interna) que se compró, ya pasada la
cincuentena, porque quería seguir estando actualizado, aunque él no practicaba ya
la medicina asistencial.
Y las innumerables veces en que
nos trató en nuestras enfermedades, a mí, a mis hermanos, a nuestra madre,
siempre con sensatez.
A mí siempre me impresionó su
vocación y me sigue sirviendo hoy en día como ejemplo.
Aunque he hablado de su faceta
profesional, no puedo finalizar sin dejar de pensar que a él le hubiera gustado
que hoy se pronunciara una frase críptica para la mayoría de los que estáis hoy
aquí y que, siempre dijo que serviría para identificarlo en caso de que lo
secuestraran, cosa que afortunadamente, nunca sucedió, pero que, para él, era
una especie de fetiche: “Cuatrocientos mil niños jugaban por las calles”. Así
comenzaba un cuento interminable, que nunca acabó, y que a todos nos gustaría
que pudiera seguir siendo contado".